La mal llamada productividad representa una de las grandes cuentas pendientes para las personas y organizaciones de nuestra época. Digo mal llamada porque el término productividad, herencia de nuestra historia reciente dominada por la industria, es solamente una parte de aquello a lo que generalmente tratamos de referirnos con ese término.
Como ya bien apuntaba hace años Peter Drucker, padre del denominado trabajo del conocimiento que domina nuestros días, la productividad es sinónimo de eficiencia. Esto quiere decir que se refiere a cómo hacer más con los recursos actuales o cómo hacer lo mismo con menos recursos de los empleados hasta la fecha. En una fábrica tiene mucho sentido producir lo mismo con menos (y, por tanto, menor coste). Y también producir más empleando lo mismo que hasta ahora (mayor producción al mismo coste). Por tanto ser eficiente implica poner el foco en cómo haces algo. Hacer bien las cosas, optimizando la relación entre los recursos empleados y los resultados obtenidos. El proceso es el protagonista.
Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XX y con la llegada masiva del trabajo del conocimiento cobran gran importancia otros dos términos.
El primero de ellos es la eficacia. La eficacia guarda relación con obtener los resultados deseados. Lo que ocurre es que la eficacia no atiende a economizar recursos, sino que pone todo su énfasis en la consecución del resultado. Ser eficaz implica poner el foco en qué haces para alcanzarlo. Por tanto, hablando de eficacia la toma de decisiones es protagonista.
Por último, para tratar la relación entre eficiencia y eficacia es necesario introducir el término efectividad. Una respuesta efectiva conlleva establecer un equilibrio óptimo entre una eficiente y una eficaz. En el trabajo del conocimiento y en palabras del propio Drucker, la efectividad guarda relación con hacer bien (eficiencia) las cosas correctas (eficacia).
Mientras en la época industrial tenía mucho sentido centrarse en cómo hacer algo —ya que el qué se hacía resultaba evidente— hoy en día vivimos en un mundo en que las alternativas son prácticamente ilimitadas y resulta imprescindible prestar tanta atención a qué haces como a cómo lo haces. Carece de sentido hacer aquello que en absoluto debería haber sido hecho, y hacer mal las cosas correctas aportaría resultados poco mejores.
Por otra parte, para hablar de efectividad en organizaciones es preciso acotar un término etéreo como es el de organizaciones.
Dejando a un lado su definición legal, las organizaciones no son más que la suma de acuerdos y actos entre y de las personas. Acuerdos y actos entre aquellas que están y entre aquellas que han dejado su huella. El propósito de una organización no es más que el propósito que alguien (una o varias personas) ha definido para ella, del mismo modo que la imagen que transmite una organización termina por reducirse a la que transmiten aquellas personas que la conforman.
Una organización es efectiva en la medida que lo son sus personas. Todas ellas, desde la base hasta la cúspide de la pirámide, contribuyen a determinar cuánto de efectiva es la organización. Todas las personas tienen algún cometido, todas tienen la capacidad —en mayor o menor medida— de influir en los procesos que les conciernen y todas toman algún tipo de decisión cada día relacionado con el puesto que ocupan.
La serie de buenas prácticas universales que convierten a cualquier persona en una persona efectiva son de dominio público. Y en absoluto deberían entenderse reservadas a personas que ocupen altos cargos o requieran de un alto rendimiento.
Este conjunto de buenas prácticas tampoco debería entenderse como orientado a los frikis de la productividad. Esas personas obtienen, generalmente, pobres resultados porque tratan como un fin aquello que solamente es un medio.
La efectividad es una competencia y, como tal, puede trabajarse y mejorarse. Nadie nace siendo una persona efectiva, pero afortunadamente todo el mundo puede convertirse en una. Además, se trata de una competencia transversal donde muchas otras pueden encontrar un importante punto de mejora.
En la época actual resulta evidente que desarrollar las habilidades necesarias para maximizar tu efectividad se ha convertido en una necesidad. No necesariamente para que seas capaz de hacer más cosas, sino para que seas capaz de hacer las correctas optimizando tus limitados recursos y postergando —o directamente ignorando— el resto. Es decir, aprender a pensar y comportarte como una persona efectiva te ayudará a trabajar y vivir mejor sea cual sea tu ocupación, género, edad, puesto actual o vida en general.
Por supuesto, determinadas situaciones molestas van a seguir ahí. En realidad bastantes que, de un modo u otro, escapan a tu capacidad para poder cambiarlas. Pero, sin embargo, cómo te sientes y comportas ante ellas cambiará de forma radical. Y esto ocurre porque adquieres la confianza de saber que, en tus circunstancias actuales y con la información de que dispones, estás haciendo aquello que tiene más sentido para ti. Las cosas correctas.
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