Estás viendo una de esas trepidantes películas de acción. Disparos, persecuciones, adrenalina. Desde que comienza hasta su último minuto.
Durante buena parte de ella te encuentras en tensión. Escenas rápidas y peligrosas, una tras otra. Cada vez más rápidas y cada vez más peligrosas.
Pero de repente, llega un momento que llega en casi todas ellas. Un clásico, no puede faltar. La bomba.
Una bomba gigante confeccionada para hacer volar por los aires todo el edificio, y de regalo toda la manzana (por si acaso).
Y esto ocurre en el mejor de los casos, cuando no se trata de una bomba diseñada para destruir una ciudad entera o, incluso, hacer desaparecer a la humanidad de la faz de la tierra.
Y ahí está nuestro héroe o nuestra heroína, a un par de minutos de que todo explote, con unas tijeras de manicura y un montón de cables que no daría tiempo a contar. Tanta tensión y sin embargo, esta vez sí, sabes lo que va a ocurrir.
No explotará. Nunca lo hace. Esa persona que está ahí, frente a la bomba y armada con unas tijeras de manicura, ha esquivado 10.000 balas para llegar ahí. Ha serpenteado en moto a 180 kms./hora por un Manhattan atascado y ha saltado de un avión sin paracaídas. Y ha sobrevivido a todo.
¿Cómo va explotar esa bomba y matarle? Menudo churro de película.
Y estás en lo cierto. Cortará el cable correcto, la bomba fallará, o resultará ser un señuelo que no explota. Pero no explotará, de ningún modo.
Te gustaría tener la misma certeza sobre qué ocurrirá mañana con todo aquello que te rodea. Y la semana que viene, y el año que viene. Pero no la tienes.
También necesitas tomar decisiones rápidamente, y también intimidan aunque nada vaya a explotar ahora mismo. La vida más corriente también se mueve mucho, es peligrosa y está repleta de decisiones complejas cuando la miras de cerca.