Ayer recibí una noticia inesperada, trágica y tristemente desafortunada. Una persona con la que mantuve una estrecha relación profesional durante muchos años acababa de fallecer. Una persona apenas dos o tres años mayor que yo.
Aunque nunca llevamos esa relación hacia un aspecto más personal, nuestras conversaciones laborales eran muy frecuentes. Conversaciones que, sin salir de la temática profesional, en muchas ocasiones llegaban más allá.
En realidad, decir que esa relación no alcanzaba nuestra parte más personal es incorrecto. No la llevamos hacia la parte personal más superficial.
Autorizas que la otra parte tenga unos minutos de desahogo que le ayude a recargar las pilas en un entorno de alta presión, exigencia y estrés. Sin darte cuenta, poco después te encuentras haciendo lo mismo. Un día pides un favor porque sientes que cuentas con la confianza para hacerlo, y después te lo piden a ti. Durante una semana, un mes, un año… quince años.
Una persona íntegra. Una de esas que cumplen más allá de lo que esperarías que cualquiera lo hiciese, que hacen más que dicen y que demuestran más que prometen.
Ayer, al recibir la noticia me estremecí. Y comprobé cómo una relación personal no consiste en tomar una cerveza, salir a cenar, compartir hobbies o ir de vacaciones juntos. Nuestra relación, al menos para mí, ha sido profunda sin todas esas cosas.
La costumbre oculta la grandeza y, solamente cuando la primera desaparece, la segunda vuelve a aparecer. Es un magnífico momento para hacer una parada y tomar consciencia sobre ella en todas las cosas, y sobre todo personas, que nos rodean. Descansa en paz, Antonio.