En busca de una vida deliberada

Lo que buscamos está más cerca de lo que creemos. Es más sencillo y simple, y más accesible. Simplemente no podemos verlo sin reflexionar. Pero reflexionar en busca de una vida deliberada está al alcance de cualquiera.

Yo era un niño. Recuerdo aquel edificio como si fuera hoy, y de hecho aún lo veo a menudo. No ha cambiado mucho, pero todo el entorno sí lo ha hecho.

La terraza a la que yo salía a jugar daba hacia una zona sin urbanizar, aunque hoy pasa una calle por ahí y han construido multitud de edificios más en esa cara este. Era mucho más seguro antes; acostumbraba a lanzar mis juguetes por la terraza y hoy le caerían encima a alguna persona o coche, pero en aquella época no había mayor problema. Simplemente había que volver a localizarlos entre barro y arbustos.

Hacía pocos años que mis padres se habían mudado a la ciudad. Tras casarse y concebirme en el sur, vinieron buscando un sueño. Mi padre conocía bien el mundo de la hostelería y llegaron cargados de ilusión por abrir un restaurante propio. Y lo hicieron, no permitieron que se quedase en algo sin materializar en lo que pensar años después.

Quizá por ese motivo mis recuerdos en esa etapa se asocian mucho más a mi abuela paterna, la persona adulta encargada de cuidar de mí mientras mis padres trabajaban incontables horas. Cuando yo me despertaba ya se habían ido y cuando me iba a la cama aún no habían llegado.

Estábamos en esa vivienda de alquiler. Era un piso que ya tenía una historia detrás en aquel final de los años 70. No había grandes lujos, ni muchas cosas por allí. De hecho, se veía más bien vacío. Era algo que me extrañaba cuando comencé a tener una cierta consciencia sobre qué era y cómo se utilizaba el dinero, porque en ocasiones veía a mi padre con muchos billetes repartiéndolos en diferentes sobres de esos que tanto se utilizaban para la correspondencia.

Cuando fui haciéndome algo mayor, a través de mis escasos conocimientos y sobre todo de alguna conversación que llegué a oír en casa, me di cuenta de que todo ese dinero era cuidadosamente distribuido por mi padre para todos los pagos que necesitaba hacer. Lo que se llamaban letras.

Aquella sidrería restaurante era genial. Era un local enorme, atravesaba todo el edificio desde una calle a otra y tenía dos plantas. Aunque yo no lo sabía, todo eso que había allí y se veía tan resplandeciente había sido obra de mis padres. Y, salvo unos pequeños ahorros, todo había sido creado con dinero ajeno que ahora era necesario devolver.

Mi padre es una persona metódica con el dinero. No solamente jamás faltó a un pago de todas aquellas letras, sino que todo el excedente de dinero que podía juntar lo utilizaba para ir amortizando anticipadamente toda la deuda que había contraído. Tanto es así, que la saldó en menos de la mitad de tiempo que había previsto.

Por supuesto, eso no fue nada fácil. Durante algunos años todo era trabajo, todos los días y a todas horas. Y nada innecesario, más allá de alguna pequeña concesión siempre relacionada conmigo. Mi padre tenía los ojos puestos en la meta que se había marcado.

El dinero que llegaba tenía un cometido. En la televisión pública existían un par de cadenas. No había teléfonos móviles, ni Internet. La casa estaba libre de cosas innecesarias porque no podía concebirse invertir en algo innecesario. Y todo era más sencillo.

Hoy echo la vista atrás y veo cuántas cosas han cambiado y cuánto ha cambiado cada una de ellas. Mi vida adulta ha estado marcada por todo lo contrario: miles de gastos evitables, compras dignas de una opulencia inexistente, tarjetas de crédito… saturación, en todos los sentidos.

En ocasiones mi economía podía soportarlo y en otras no. Y, en todas, los intentos por comprar bienestar fueron fallidos. El bienestar que se compra es efímero.

Bastantes años después, con una dilatada carrera profesional a mis espaldas, muchas experiencias y un hijo que pronto alcanzará la mayoría de edad, me sorprendo pensando en el modo de simplificar mi vida.

Me sorprendo examinando desde fuera lo tremendamente estúpido de una ingenuidad que me ha perseguido durante toda mi vida adulta. Pensando cómo he pasado tantos años imaginando que un nuevo smartphone iba a aportarme algo más allá que un par de días de gratificación instantánea, que mudarme cambiaría mi vida o la de mi familia, o que un nuevo proyecto que absorbiese todas las horas que puedo entregar y alguna más tendría un retorno inimaginable hablando en términos de felicidad y bienestar.

Nada de eso impactó o impactará de forma relevante en mi vida.

En su lugar, ver un partido con mi hijo en lugar de juguetear con el nuevo capricho tecnológico sí lo hará. O reducir horas de trabajo para compartirlas con personas importantes para mí.

Me he dado cuenta de que los cientos de cosas que me rodean cada día consumen mi energía. Y los cientos de asuntos que acepto asumir pasan a engrosar las listas de pendientes. Me he dado cuenta de que, aunque siempre he sido una persona reflexiva, no he reflexionado suficiente. Y lo cierto es que no sé cómo en algunas ocasiones he permitido que esto ocurra.

Así nace una búsqueda, la de una vida deliberada.

Una vida deliberada en que reflexionar y perseguir la intencionalidad en cada paso del camino, en cada compromiso físico o emocional, se convierta en una rutina que despierte ante cualquier tipo de estimulo. En que los asuntos que consumen y no aportan desaparezcan y en que las cosas no necesarias encuentren un lugar mejor junto a personas que las valoren.

Hay mucho camino por delante. Es un reto, uno de esos que requerirán de mucho tiempo y esfuerzo. Pero será divertido.