No es un secreto que, actualmente como sociedad, tenemos un problema con nuestro enfoque sobre facilitar el aprendizaje y desarrollo de habilidades entre la población adulta.
No se trata de un enfoque incorrecto en cuanto a educación centrada en los más jóvenes —que también lo tenemos, y basta extender una consulta entre la comunidad educativa para darse cuenta de que es más grave del que la población de a pie intuye— sino que hablamos de personas adultas que ya han superado, con mayor o menor éxito, esa etapa.
A medida que han ido transcurriendo los años, nuestro mundo ha comenzado —primero a pedir y después a exigir— que la población adulta siga desarrollando ciertas habilidades y comience a desarrollar otras. Esta exigencia ha ido recibiendo varias acepciones, entre las que se encuentra una, aparentemente aceptada de forma global, como es aprendizaje continuo.
El problema fundamental que tenemos con el aprendizaje continuo es que no sabemos —o no parecemos saber— cómo facilitarlo. Y el hecho de que nuestro enfoque sea incorrecto frente a los niveles educativos más básicos y tempranos tiene como consecuencia que es más necesario aún, si cabe.
Esto quiere decir que hacemos pasar a nuestros jóvenes por un itinerario formativo muy mejorable en cuanto a formas, estructuras y contenidos, lo que tiene como consecuencia ponerles en el mundo adulto con una preparación deficiente para luego ofrecerles seguir aprendiendo a través de estrategias que son, en muchos casos, más deficitarias aún.
Organizaciones y empresas demandan profesionales que desarrollen ciertas habilidades, algunas específicas de sus puestos y otras comunes y transversales a muchos de ellos. En la mayor parte de los casos lo hacen a través de la amplia industria formativa que, limitada y condicionada por diseño y exigencia de sus propios clientes, ofrece casi siempre aquello que no puede entregar.
Partimos, en primer lugar, de una limitación fundamental. A un niño o adolescente puedes enviarle a clase durante varias horas al día, pero aparentemente para la población adulta laboralmente activa esto resulta inviable.
Por tanto, desde las matrices empresariales se aspira a que la industria formativa resuelva un enigma: cómo imprimir en las personas el conocimiento, la claridad de ideas, la autodeterminación necesaria y el acompañamiento en la práctica para desarrollar una competencia que las convierta en mejores profesionales a través de un curso de 4, 8 o 12 horas.
La industria formativa sabe que no puede, pero ofrece lo que se le pide. El cliente sabe que la industria no puede, pero se conforma con que el NPS del curso sea admisible. Y así continúa moviéndose la rueda de la economía, donde todo el mundo hace lo que presuntamente debería hacer pero ninguna de las partes está dispuesta a arriesgar más para obtener más.