Sincronía y asincronía están muy presentes en nuestra vida y trabajo.
Con el paso de los años la comunicación síncrona en el trabajo ha ido ganando terreno hasta convertirse en un problema. Incluso herramientas potencialmente hábiles para facilitar una comunicación asíncrona se han desvirtuado. Y lo han hecho hasta llegar al extremo de ser utilizadas, en muchas ocasiones, como medios de comunicación síncrona. Un ejemplo es el correo electrónico.
Como respuesta a esta desvirtualización, ha aparecido otro tipo de herramientas. Unas que eliminan de la ecuación esas largas cadenas de correos electrónicos difíciles de seguir. Un ejemplo es Slack.
Este tipo de herramientas han estandarizado la comunicación síncrona —ya antes demasiado presente— de un modo casi imposible de obviar. Se trata de herramientas excelentes, pero unificar las comunicaciones a través de ellas y utilizarlas inadecuadamente supone un riesgo elevado.
En el caso de una comunidad de aprendizaje, la sincronía contribuye a elevar la espontaneidad y diversión. Fomenta la participación y el debate en caliente. Sin embargo la asincronía facilita seguir conversaciones de calidad, donde las intervenciones han pasado previamente una serie de filtros.
En la comunidad síncrona el FOMO mantiene a las personas atentas, aún a costa de las interrupciones constantes que supone. No se trata de perderse la conversación, se trata de perderse el momento. En la comunidad asíncrona ese miedo desaparece, simplemente porque se asume que el valor se encuentra en otros aspectos. Y no por ello ha de desaparecer con él la diversión.
Existe un caso especial entre las comunidades de aprendizaje. Aquellas cuyo centro se encuentra en el mundo de la efectividad.
En esta situación específica, la distinción entre sincronía y asincronía importa más que nunca. Ambas opciones encierran ventajas, pero no todas de igual importancia. Y, en algunos casos, también encierran dependencias indeseables. Existe mucho por hacer en este sentido.