Todo el mundo alberga recuerdos de algún profesor o profesora que, de algún modo, dejó una marca en su camino.
Para mí, una de esas personas fue la profesora de matemáticas que tuve en 2º del extinto BUP. En aquel momento yo me encontraba en esa etapa rebelde que la mayor parte de nosotros atravesamos en la adolescencia.
En una ocasión, nos entregó un examen corregido para que pudiésemos revisarlo. Suspenso. Tras revisarlo con algo de atención y comprobar que estaba en desacuerdo con la evaluación, me dirigí a hablar con ella.
Llegué a su mesa, me preguntó qué quería —con la propiedad y firmeza que la caracterizaban— y argumenté lo que pensaba…
—Estoy de acuerdo —dijo—.
—¿Entonces he aprobado? —dije yo, prometiéndomelas feliz—.
—No. Estás suspenso. Vas a ir a la recuperación. Puedes hacerlo mejor —respondió.
—Pero eso es injusto —me quejé.
—Lo sé. Como la mayor parte de cosas que te ocurrirán a partir de ahora. Pero si tu disposición es mejor que la que has presentado para este examen, lo llevarás bien —y me devolvió el examen—. Si sigues considerando que es injusto, por favor pide a tus padres que vengan a hablar conmigo.
Imagino que sabrás que esta conversación no llegaría a producirse hoy, por muchos motivos. Pero lo que tal vez no sepas, es que me ayudó a comprender —en parte— que una etapa estaba llegando a su fin y una nueva, muy diferente, se estaba iniciando.
Y pude hacerlo mejor. Recuperé matemáticas. Y también otras asignaturas por las que hasta ese momento no me había preocupado demasiado.
Mi actitud frente a muchos aspectos cambió ese día. El curso terminó y no volví a tener la fortuna de coincidir en sus clases de nuevo. Ni llegué a decirle nunca que esos 30 segundos habían sido importantes para mí. Aún hoy, 30 años después, los recuerdo con frecuencia.
Ya sabes. Puedes hacerlo mejor.