Cuando te registras en una lista de correo, pasas a formar parte de una de esas categorías. Recibes un email de bienvenida, y si te borras, probablemente otro donde te digan cuánto lamentan que te hayas marchado. Estás en una categoría.
Cuando compras un producto o servicio, en muchas ocasiones ocurre lo mismo. Seguramente recibas un correo agradeciéndote la compra, y a partir de ese momento, recomendaciones varias basadas en tu actividad o recordatorios para volver a comprar si hace tiempo que no lo haces. Y todos los correos te saludan personalmente, con tu nombre encabezando. De nuevo estás en una de esas categorías.
Nadie te conoce, solamente ese omnipresente y metódico sistema que no olvida nada.
Se trata de algo útil. Y cómodo. Algo que se hace una vez y funciona miles de ellas. Todo gracias a las categorías.
Te hace sentir bien. El sistema lo sabe, y la persona que lo ha creado. Y antes, la persona que lo ha puesto en marcha y la que le ha recomendado hacerlo, pensando en cómo hacer sentir bien a tantas otras sin la necesidad de tener que saber sus nombres o quienes son.
Las categorías funcionan para muchas cosas. Y ahora, también para muchas personas. Hemos llegado al punto en que nos satisface saber que alguien se acuerda de nuestro nombre o cumpleaños, incluso si se trata de una máquina que puede retener una cantidad casi ilimitada de datos.
Te da igual. Sea el tipo de categoría que sea y represente lo que represente, te hace sentir especial formar parte de algo. Aunque ese algo sea prácticamente nada.