Una historia

Cuando era niño, me contaron una historia. No estoy seguro de cuánto de cierto tiene, aunque diría que mucho, ni de recordar minuciosamente todos los detalles. Aún así, hoy voy a compartirla contigo.

La protagonista es una persona de mi familia, lejana. Una señora, mucho mayor que yo. Llegué a conocerla, aunque apenas la recuerdo porque falleció siendo yo muy joven aún.

Años atrás y con motivo de una efeméride, alguien había tomado una decisión. No recuerdo cuántos años, ni recuerdo qué acontecimiento se celebraba. Pero recuerdo que ella nunca había salido de Asturias, probablemente nunca había ido más allá de un radio de cuarenta o cincuenta kilómetros de su casa. En toda su vida. Y sus hijos tomaron la decisión de llevar a sus padres de viaje, en concreto con destino a una obra en un reconocido teatro de Madrid durante un fin de semana.

Para una persona de condición humilde que había nacido, crecido, vivido y trabajado en un entorno rural asturiano de la época toda su vida, no es de extrañar que se tratase de una experiencia única. Todo era nuevo, todo era glamouroso. No había verde rodeándola, no se olía el mar ni se escuchaban los cencerros de las vacas. En su lugar, grandes avenidas, luces, ruido y murmullo, y muchas personas vestidas elegantemente por todas partes.

Y al terminar la obra, lo vio. Estaba allí, charlando con otras personas. Elegante, bien aseado y afeitado. Se lo dijo a su marido, que inmediatamente le dijo que se equivocaba. Pero ella estaba segura. Insistió, y espero el momento en que el círculo en torno a él se redujese para acercarse. Le llamó por su nombre y él se giró, la reconoció, y la saludó efusivamente.

Él les invitó a cenar y ellos no pudieron negarse. Les alegraba verle, pero sobre todo les corroía la curiosidad.

Ese hombre que estaba ante ella a la salida del teatro se había sentado varias veces a su mesa, en su humilde casa en la costa central asturiana. Hacía unos años que no le veía, pero durante varios antes lo estuvo haciendo, una vez por año. Su aspecto en las ocasiones en que comió con ella y su familia era muy diferente. Cenaron, y charlaron, y contó su historia.

Era una persona adinerada, ya de cuna, con negocios y propiedades. Pero su estresante vida se detenía una vez por año. Cada verano durante varios años viajó a Asturias, con lo puesto. Vagó, pidió limosna, y durmió donde pudo dormir. Como cualquier persona que no tuviese más que lo puesto ni nadie a quien acudir.

Hacía un paréntesis en una vida para vivir otra opuesta, durante unas semanas. Cada año. Y comió a la mesa de familias humildes pero hospitalarias que no dudaron en compartirla con él. Personas que no sabían lo que era tener mucho de casi nada, pero sabían compartir lo que había. Y pasadas unas semanas, regresaba a su ajetreada vida en Madrid por un año más.

Ella se alegró de volver a verle, aunque no comprendió muy bien todo lo que él le contó. Y él se alegró de verla a ella, y comprendió perfectamente que ella no lo comprendiese.

Hoy podría parecer algo normal. En aquella época lo parecía —y era— mucho menos.

Esa es la historia de un paréntesis. Quizá en determinada situación o momento sea necesario. Y quizá solamente lo comprenda en profundidad quien lo necesita. Todo puede agotar, cuando es demasiado.