Cada día, a cada momento. Todo el mundo tiene algo que decir.
Cuando salen de casa, mientras conducen hacia su trabajo. Protestan porque un coche se ha colado. Se lamentan porque van al límite de tiempo y todos los semáforos están cerrados. Repiten en voz alta algo que no pueden olvidar en cuanto lleguen a la oficina, justo antes de aparcar su coche y olvidarlo por completo.
Durante el fin de semana, cuando van al estadio para asistir al partido de su equipo favorito. Le gritan al árbitro, por no ver lo que ellos ven. Y susurran al defensa o al portero, por no detener lo que era tan fácil de detener. Incluso gritan al mundo al otro lado de la grada, porque animan al otro equipo.
También en la tranquilidad de su hogar, mientras ven las noticias en la televisión. Se quejan del pronóstico del tiempo para el fin de semana, le gritan al candidato político que hace promesas imposibles o cuestionan los movimientos de ese grupo local de voluntarios con el que no colaboran.
No hay nada malo en tener algo que decir. De hecho, sería necesario abordar un análisis profundo de tu vida si llega el momento en que consideres que no tienes nada que aportar. Lo tienes, siempre. Más cosas o menos, con palabras o sin ellas, pero valioso. Tienes mensajes que importan.
Pero es aconsejable definir y poner en marcha determinados filtros cualitativos que garanticen un aporte mínimo. No todas las personas saben hacerlo. Consecuencia de ello, dicen cosas que nadie necesita escuchar y el entorno desconecta. Y también callan otras que mucha gente debería oír. Cosas dichas que sobran, y algo importante que decir que desaparece entre el ruido.