Hace pocos días mantenía una conversación con alguien que está trabajando para poner en marcha un pequeño negocio. De hecho, está en una fase muy primeriza. Lo único que tiene a día de hoy, al margen de un buen puñado de ideas, es un compromiso firme: voy a hacerlo.
Mientras me hablaba de algunas de sus ideas, realmente buenas en mi opinión, esa ilusión desmedida que se percibía de inicio parecía ir desvaneciéndose poco a poco al ir entrando en detalles. Los cómos, todo ese terreno inexplorado que separa idea de producto/servicio terminado y listo para entregar, le preocupaban en exceso.
Se lamentaba por su desventaja competitiva frente a otro tipo de organizaciones que disponen, en ocasiones, de casi ilimitados recursos.
Sin embargo, había algo que no era capaz de ver. En esas grandes organizaciones nadie hace nada porque sí, ni porque quiere, ni porque es buena idea. De hecho, nadie decide qué es buena o mala idea si la repercusión que pueda tener hacer algo al respecto supera su capacidad de decisión. Y así, las buenas ideas mueren si no son para todo el mundo. O se quedan obsoletas mientras decides permitirte pedir permiso, o mientras el permiso llega.
Pero tú y tu pequeño negocio no necesitáis algo bueno para todo el mundo, sino algo genial para unos pocos. Y, sobre todo, no tenéis que pedirle permiso a nadie. Sois libres para tomar decisiones correctas e incorrectas, para acertar o equivocaros sin que nadie os prohíba hacerlo. Sois libres para decidir que esa idea merece el riesgo. El cómo viene después, y te cueste más o menos encontrarlo, siempre existe uno.
Solamente cuando te das cuenta de que eres libre para decidir sin pedir permiso comprenderás, valorarás, y podrás explotar la ventaja que realmente te diferencia.