Bastante curioso el modo en que percibimos —y por tanto, tratamos— ese sentimiento de posesión que todas las personas, sin excepción, tenemos.
Tu teléfono móvil es tuyo, de eso no te cabe la menor duda. Sin embargo, cuando cruzas la puerta de tu apartamento y caminas a través de las zonas comunes de tu bloque esa percepción cambia. Todo lo que ves sigue siendo tuyo, pero lo compartes con más personas.
Tras unos minutos caminando, ya te encuentras en el centro de tu ciudad. De nuevo tiene algo de tuya, pero menos. Debes compartirla con más personas aún. Lo mismo ocurre con tu coche, con tu país y con con tu planeta.
¿En qué momento dejas de sentir algo como tuyo por el mero hecho de compartirlo? ¿Tu casa ya no es tu casa, si vives con tres personas más? ¿Tu ciudad ya no la sientes como tuya por compartirla con otras doscientas mil personas? ¿Sentirías este planeta más tuyo si la población mundial se redujese a la mitad?
Sentir algo como tuyo entraña beneficio. Pero implica responsabilidad. El problema de la responsabilidad es que implica esfuerzo. Y el problema del esfuerzo es que compensa cuando existe un retorno que lo justifique. Quizá tu modo de entender y evaluar ese retorno sea un factor definitivo, y quizá no pienses suficiente sobre ello.