En ocasiones, tienes una gran idea. Una idea grandiosa, te lo parezca o no en el mismo momento de tenerla. Vista en perspectiva unas horas después, o quizá al encontrártela de nuevo dentro de dos meses, te darías cuenta de que lo es. Pero casi siempre, esas grandes ideas se quedan en oportunidades perdidas.
Puede ocurrirte mientras caminas durante ese largo paseo que das cada día, mientras estás en la ducha o mientras conduces. Puede aparecer de la nada, o disparada por cualquier cosa que acabas de ver, escuchar o sentir.
Esa idea, por sí sola y con el apoyo de tu compromiso por convertirla en algo más, podría ser determinante en el transcurso de tu vida. Podría ser el germen de algo que lo cambia todo.
Durante un instante, piensas en ella. Cientos de nuevas ideas nacen a partir de ese pensamiento, inundan tu mente. Modos de llevarla a cabo, posibles inconvenientes que podrían darse y formas de rodearlos, e incluso cómo sentirías que eso se materialice y ese germen termine por convertirse en un rotundo éxito.
Sin embargo, si no haces nada más todo se esfuma. En este preciso instante no eres consciente de ello, tu mente está demasiado ocupada generando, saboreando y disfrutando. Pero todo lo que generas, saboreas y disfrutas no irá más allá de un momento de alta actividad cognitiva y pasión emocional de entre tantos que se han dado en tu vida. Han existido por millares, pero apenas alcanzarías a recordar un par de ellos.
Es necesario que la atrapes, que la plasmes de un modo en que ya nunca pueda dejar de ser tuya. Las mejores ideas de tu vida son aquellas con las que no has hecho nada. Hubieran cambiado tu vida por completo, cada una de un modo diferente. Pero lo que cambia tu vida es lo que haces y no lo que piensas.
Tu vida no ha cambiado porque para ello se precisa más que una idea, y nunca han dejado de serlo. En realidad, tus mejores ideas no son estas, sino aquellas con las que haces algo. Estas ideas simplemente se quedan en oportunidades perdidas que hoy ya nadie recuerda.