Desde hace ya bastantes años, cuando querías aprender sobre alguna materia específica disponías de varias opciones.
Las bases que sirven a la puesta en marcha del aprendizaje han estado muy presentes en las últimas décadas, y cada vez más accesibles. Hace tiempo recurrías fundamentalmente al saber plasmado en las páginas de un libro —¿Recuerdas las bibliotecas? Debes saber que aún existen…— o, en caso de tener esa suerte, estaba la opción de conseguir que alguien con mas conocimientos en la materia decidiese compartirlos contigo.
Todo cambió radicalmente con la llegada de Internet y la base de conocimiento casi infinito que ofrece. Los medios que te permiten expresarte de un modo relativamente sencillo —audio, vídeo, imágenes, etc.— unidos a la fácil posibilidad de poder compartir tus creaciones con el mundo derivaron en una explosión de contenidos y conocimiento presentes en cualquier lugar al que mires.
Una relativa escasez que, prácticamente de repente, derivó en más que abundancia.
Sin embargo, esto trajo consigo otro tipo de dificultades. Cuando antes el conocimiento llegaba generalmente muy filtrado y eran pocas las voces —autorizadas— que transmitían el mismo, ahora llega en cantidades ingentes y por diferentes vías sin ningún tipo de filtro. Y por supuesto, tu capacidad para filtrar cuando aún no dispones de conocimiento sobre la materia es escasa.
Es una situación complicada para la persona que desea aprender sin tener que pasarse meses dando bandazos a causa de una mala elección de referentes o fuentes de información. Si piensas en el mundo empresarial las opciones se reducen. Seguro que te costaría encontrar una organización que pretenda que su personal se forme a través de vídeos públicos de YouTube, elegidos a su propio criterio y sin filtro experto alguno (aunque habrá casos).
Llegado este punto, actualmente parece que un curso —entendido como paquete formativo pre-confeccionado— puede perfilarse como una buena opción. Es en sí mismo un filtro que elimina el ruido y, en principio, garantiza recibir información de calidad (siempre y cuando la fuente sea la adecuada).
El curso, esa formación clásica diseñada como un paquete pre-confeccionado, ha sido la opción durante décadas y lo sigue siendo. Sin embargo los cursos tal y como los conocemos hoy (con honrosas y muy escasas opciones) pertenece al viejo mundo.
No me refiero a la época pre-Covid19. Ni a que se trate de un curso presencial o a través de los increíbles medios tecnológicos que hoy tenemos a nuestra disposición. Me refiero al concepto de curso como tal. Está caduco. El curso pertenece a lo viejo.
Está muy bien para aprender a hacer X con la máquina Y. Lo explicas una vez, o dos, incluso tres, y luego lo haces. Una, dos, y tres veces si es necesario. Y cumple su cometido. Pero el aprendizaje de una competencia es un proceso mucho más amplio, precisa de decenas o cientos de ejemplos como ese. El curso puede suponer el pistoletazo de salida, pero poco más.
Es necesario dar el paso hacia la siguiente generación. Unir puntos como centrarse en crear un ambiente colectivo que trabaje en ejes tan importantes como el sentido de unidad, el refuerzo de la motivación o compromiso. O disponer de un sistema de refuerzo del aprendizaje adecuado a lo que realmente es la esencia de la competencia —de los de verdad, más allá de la artificialidad de un email programado o un mensaje estándar lanzado por alguna app—. E incluso un modelo sostenible de soporte real y sostenido en el tiempo que te garantice una ayuda cuando la necesites, porque la necesitarás.
El curso sigue funcionando para lo que es, cubre una necesidad. Y si toda tu necesidad es esa, es una opción fantástica cuando el curso es fantástico.
¿Es esa toda tu necesidad? ¿Un pistoletazo de salida? Porque si necesitas más, a estas alturas todo el mundo sabe que si el foco está en el aprendizaje existen opciones mejores y mucho más completas.