Una ventana

Una ventana. Todas tan parecidas y sin embargo tan diferentes.

Las hay de diferentes tamaños, colores, formas, y calidades de construcción. Pero al final todas sirven para lo mismo. Permiten pasar la luz, puedes mirar a través de ellas o puedes abrirlas para dejar que entre aire fresco. Permiten ver y que te vean, y permiten ocultar y que te ocultes. Pueden abrir paso o cerrarlo.

Puedes ver lo que ocurre al otro lado, el mundo que hay fuera, permitiendo que desde allí alguien te vea con mayor o menor dificultad. Pero también puede ser tu espejo al mundo, dar detalles a cualquier desconocido, que puede verte cuando está abierta o conocer determinados detalles sobre ti por el mero hecho de que has decidido poner unas cortinas concretas y no otras. Hablan sobre ti cuando en Navidades decides colgar un muñeco de Papá Noel, poner luces de colores o dibujos de espuma en los cristales.

Una ventana puede brindarte diferentes experiencias. Dependiendo de dónde te encuentres y su orientación puede permitirte ver la salida o puesta de sol, la naturaleza, una playa, el mar, una zona céntrica de cualquier gran urbe con su agitado movimiento o un patio interior donde nunca ocurre nada.

Es posible que tengas muchas y cada una de ellas te brinde una experiencia diferente. Que alguna de ellas la abras con mayor frecuencia que el resto. O que a través de ella mires frecuentemente, mientras que apenas lo haces por otras. Es un elemento tan simple y tan extendido que apenas llama la atención de nadie. Pero si vives en una cuidad basta que te asomes ahora mismo para comprobar las particularidades de cada una. Decenas o cientos de ellas, todas tan iguales y tan diferentes.

En realidad todas las ventanas se parecen mucho. Lo que las distingue y hace tan diferentes son las personas. En lo que puedes ver y lo que no, en la utilidad que tienen y en la que no, en lo que significan y en lo que no, en lo que aportan y en lo que no. Siempre son las personas quien las convierte en únicas.