Mis primeros años de vida transcurrieron entre negocios de hostelería.
Mis padres gestionaban una sidrería-restaurante de dimensiones considerables en una zona de mi ciudad de gran actividad. Entre semana, varios centros de estudios —institutos— muy cercanos garantizaban el movimiento. Y en aquella época, justo frente al local cada domingo se desplegaba el rastro.
Se marchaban por la mañana muy temprano, antes de que yo despertase. Y cuando regresaban yo ya dormía. Todos los días, sin excepción.
Mis recuerdos en aquel local —que hoy lleva varios años cerrado— son muchos. Partidas de billar en la planta superior con los adultos, juegos, comidas en una esquina de la cocina junto a una radio AM/FM que repetía una y otra vez In the army now de Status Quo, clientes habituales que en ocasiones «obligaban» a mi padre comprándome un huevo Kinder o las inevitables riñas cada vez que jugando atravesaba corriendo el local —que tenía una puerta a cada extremo, cada una a una calle diferente—.
Por supuesto no era consciente de muchas cosas.
Una de ellas era el enorme esfuerzo que mis padres hacían por sacar adelante un negocio complicado, con una competencia feroz, donde cada céntimo cuenta.
Esa frase se quedó grabada en mi cabeza de oírsela decir a mi padre: «Cada céntimo cuenta, cuesta mucho trabajo ganarlo». Aún la tengo presente cada vez que pienso en invertir en un smartphone de más de mil euros o en un ordenador de más de dos mil. Cada céntimo cuenta.
Hoy las reglas del juego han cambiado. Pero no para el pequeño negocio. Cada céntimo sigue contando.
Mi padre siempre se ha enorgullecido de, tras haber llevado a cabo una enorme inversión a crédito en aquel local hace ya más de 40 años, haber saldado sus deudas en la mitad de tiempo de que disponía para hacerlo. Letra a letra, céntimo a céntimo.
El negocio funcionaba, a base de mucho esfuerzo. Y cualquier tipo de lujo, grande o pequeño, era inalcanzable cuando debías una enorme suma de dinero. Cada céntimo contaba y contó, cada céntimo donde debía ir.
Recuerdo una anécdota, una especie de chiste malo de hosteleros.
– Oye, ¿cómo es posible que vendas las Coca-Colas a diez duros si te cuestan once?
– Ya, ¡¡pero vendo muchas!!
Casi ni gracia tiene, por absurdo. Un trasfondo real, casi dramático cuando se habla de un negocio.
Había locales que se llenaban de un día para otro, enamoraban a la clientela. Bebida a un coste contenido, tapas gratis de jamón, calamares, etc., bandejas con género de la mejor calidad que salían de cocina y se vaciaban en menos de un minuto, y una enorme masa de clientela que reclamaba más.
Cubalibres bien cargados que reducen en un treinta por ciento el número de copas por botella.
Clientes que comían a base de bien con un par de consumiciones. De modo algo menos evidente, Coca-Colas que cuestan once duros a diez. Orgullosos propietarios —sin sentido común— que ven sus locales llenos y su negocio derrumbarse.
Esto existe hoy, por supuesto. No es difícil verlo si se afina el ojo.
Si haces algo así, más te vale tener un plan.
Una estrategia del cambio —si no es estúpida mucho mejor—, un modo y plazo para cruzar la línea a partir de la cual tu negocio comience a ser rentable.
El día que retires las bandejas de jamón y calamares gratis, la gran mayoría de esos clientes se irán. ¿Qué harás?
No eres Amazon, ni Uber, no eres una gran startup que recibe rondas de financiación externa.
No puedes lanzarte a una estrategia de este tipo sin un plan.
Es necesario que sepas cuándo y cómo la inversión comenzará a retornar, y es necesario que sepas que podrás aguantarlo. De hecho, mejor si puedes aguantarlo varios meses más de lo que has previsto.
Si tienes un pequeño negocio tu margen de supervivencia es otro. Cada céntimo cuenta.
Es necesario que reduzcas los gastos al mínimo, y que ingreses más que gastas. Cada céntimo cuenta.
Es necesario que te mantengas lejos del límite que no podrás soportar.
Mucha gente corre hacia él, como si fueran a premiarles. Pero tú eres más inteligente, ¿verdad?