Probablemente no conoces a Luz María Ortega Pillajo.
Se trata de una persona, como tú y como yo, que en un momento de su vida —hace ya muchos años, unos setenta— tuvo que hacer frente a un fuerte dilema existencial. Un dilema por el que hoy pasan cientos de miles de personas. Qué hacer, cómo seguir adelante, cómo ofrecer algo de valor a un mundo que no parece necesitar nada de lo que yo pueda ofrecer.
«Yo no sé hacer nada», se repetía. Pero una voz anónima insistía una y otra vez: «Hay algo en lo que destacas, hay algo que el mundo quiere de ti. ¿Qué es?»
«Sé cocinar, a la gente le gusta cómo lo hago», dijo Luz María con la boca pequeña. Y comenzó a hacerlo, poco a poco.
Un día preparó diez unidades de sus motes y salió a vender. Los vendió todos. Al día siguiente veinte, y volvió a venderlos todos con facilidad. Cada día salía a las calles de Quito Antiguo a vender. Y cada día más.
Hoy, Los Motes de La Magdalena es una fructífera cadena de restaurantes en su país natal Ecuador. Ha avanzado a través de las generaciones y ya dista mucho de ser aquel primer local Picantería Lucita que abrió sus puertas en El Parque de La Magdalena.
Alguien que no tenía nada excepcional que ofrecer, sí lo tenía.
A ti te ocurre lo mismo, tienes algo excepcional para ofrecer. Puede estar relacionado con la labor profesional que desarrollas cada día, o no estarlo. Da igual. Encuéntralo. Y poténcialo.
Hay personas que esperan que lo ofrezcas. Puedes ofrecerlo de forma altruista, o puedes ponerle un valor. Lo excepcional no tiene valor. No importa el valor que pongas, que lo des o que lo vendas. Lo excepcional siempre es un regalo.